martes, 19 de noviembre de 2013

Apuntes sobre Dakar

Apuntes de Dakar

Dakar es una excelente puerta de entrada para el viajero que quiere empezar a descubrir África negra. Una ciudad apacible, un pueblo amable, le acogerán y darán tiempo para ir conociendo muchas de las maravillas y carencias de la sociedad africana.

20 de enero de 2013
Tu te languis de Dakar de son ciel de son sable, et de la mer
Léopold Sédar Senghor
Languidece uno en Dakar, con su cielo, su arena, el mar, en efecto. Lejos queda la Europa de las primas de riesgo y su pesimismo existencial. Aquí se vive, se ama, se trabaja y se viaja de otra forma. No se pueden andar con tonterías. Nosotros, los toubabs (pequeños blancos) seremos siempre llamativos.
La gran preocupación del turista es cómo pasar el tiempo. ¿Qué se puede hacer en Dakar? ¿Para qué se viene a Dakar? La mayoría, para hacer negocio, para adentrarse en el país en busca de exotismo o para trabajar en alguna ONG. Pero el viajero desocupado sólo tiene que pasear, deambular, flâner, observar, hablar con las personas.
Puesto-de-cocos-bajo-baobab
Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye
Las aceras están invadidas por puestos, mesas y carritos, son la extensión natural de los almacenes y garajes en los que se apilan toda clase de mercancías, separados por zonas especializadas: telas, comida, ropa, cuero, artesanía de serie, libros usados, piezas y ferretería, y así sucesivamente.Se puede comer por la calle en cualquier puestecillo. Y siempre, los excelentes cacahuetes (uno de los principales productos de exportación), anacardos y el coco y el agua de coco, que son pequeños alicientes en el paseo.
Dakar es la ciudad del comercio ambulante. No existe el concepto de café en Dakar: los pocos cafés que hay como puertos de abrigo de libaneses, de viejos residentes franceses y algún turista ocasional tienen un aire moderno pero provinciano, de tiempos pasados, como el café de Rome. Los senegaleses toman el café por la calle, en las aceras, en los numerosos carritos y puestos de Nescafé, o a los cafeteros ambulantes del café touba, que viene en termos, muy caliente, amargo y dulzón al mismo tiempo. No es desagradable, cuesta 7 céntimos de euro, 50 francos CFA.
También se pueden comprar pequeños buñuelos, galletas y, en las numerosas abacerías libanesas, yogures, leche y todos los productos de las marcas francesas. El agua del grifo es potable, al menos en el centro de Dakar y en los barrios de la clase media, como Mermoz. La Coca Cola, el Sprite–al que son muy aficionados– y otros refrescos están por todos lados. Los zumos hechos de frutas y de semillas, por ejemplo, del baobab, son de sabor nuevo y raro. Las dos cervezas nacionales, Flag y Gazelle, excelentes.
Si se quiere algo más sofisticado habrá que ir a comer a algún restaurante, entre los que destacaría Farid, en la rue Vincens, de buena comida libanesa, con su agradable patio ajardinado. Y de postre, oh sorpresa, se puede ir a una auténtica pastelería francesaKayzer, como las de París, y a muchas otras donde se pueden comprar pasteles, croissants y baguettes. Pero recomendaría la mejor heladería de AfricaN’Ice, en la avenida Peytavin, junto al mercado de libros y material escolar. Hay más de cincuenta sabores, todos excelentes y, además, está impoluta.
vendedora-de-especias-de-Dakar
Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye
La que fuera ciudad modelo de la antigua Africa Occidental Francesa es hoy una mezcla de urbanismo salvaje y de inmensos barrios de chabolas, las llamadas aquí medinas. Éstas se extienden a lo largo de las antiguas avenidas trazadas por los franceses, llenas de baches, aceras arenosas y puestos y manteros donde se vende de todo. Por la noche, casi no están iluminadas más que por los faros de los automóviles, camiones y autobuses.
En Dakar habita más de un millón de personas, probablemente muchas más, concentrando así el 10% de la población de Senegal, que vive en su 58% en zonas rurales. El 90% es musulmán, y el 10% cristiano; existe una perfecta convivencia y armonía entre todos los grupos. Ahora, en diciembre, todas las tiendas se engalanan con adornos navideños.
Estación-de-Dakar
Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye
El turista, que ama ser guiado, tendrá pocos lugares especialmente señalados. Recorrer el centro es contemplar la huella francesa, que perdura en algunos edificios, maltrechos en general, de dos o tres plantas, que van sucumbiendo a la presión inmobiliaria. Las calles están dedicadas a todos los grandes de Francia, desde laavenida Georges Pompidou (llena de puestos, donde hay muchos que acosan al turista, potencial comprador) hasta Émile ZolaPasteurColbertJoffreGalieni, etc. La nomenclatura municipal es siempre muy significativa de los valores y querencias de un país, de una ciudad. Hasta hay una avenida Roosevelt, en la que, ironía de la historia, está ubicada la residencia oficial del Embajador de Irán, que tiene que aguantarse con vivir en una calle dedicada a un prócer del Gran Satán.
Cerca del aeropuerto, más allá de la Corniche, hay que ir a la Pointe des Almadies, un lugar geográficamente hermoso donde se puede comprar el pescado y comerlo a la brasa sobre la playa en unos chiringuitos simpáticos. Desde allí se divisan Les Mamelles, dos colinas casi gemelas, en una de las cuales han perpetrado un atentado estético con el horrendo Monument à la Renaissance Africaine, en el estilo más ceausescu u hortera-estalinista imposible. Un costoso capricho del anterior presidente, muy criticado por todo el mundo.
Puerta-en-la --Residencia-del-Gobernador-de-Gorée
Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye
Uno de los lugares que hay que visitar es la cercana isla de Gorée –se va en un barco que sale con toda regularidad–, primer asentamiento europeo (portugués, luego holandés –goede raade, buena rada, de ahí Gorée– y francés) dedicado sobre todo al tráfico de esclavos. Salimos del puerto. Barcos de carga de lugares desconocidos, sin bandera, despintados, silenciosos. Grúas inmóviles, almacenes, depósitos, algún solitario pescador de caña en los muelles y en los espigones. Pequeños barcos oxidados de pesca se echan al mar opaco y grisáceo a probar fortuna en las sobras que les dejen las grandes flotas asiáticas que depredan impunemente las riquísimas aguas territoriales senegalesas, ¿a cambio de qué?
Como monumentos o museos, exposiciones no hay gran cosa. Pero eso no quiere decir que no haya un profundo y extendido sentido artístico, espontáneo, vivo, en la población. La pintura en acrílico, al óleo, o la famosa sous-verre, bajo vidrio, están muy extendidas y ofrecen un colorido y una creatividad pasmosas. Acérquese el viajero al Village des Artistes, en la ruta del aeropuerto y visite los talleres de artistas de todo tipo, escultura, pintura, talla de madera, herrajes, un despliegue diverso y amable en ese apacible y humilde espacio. Podrá hablar con todos ellos y le mostrarán, sin ningún afán ni insistencia, con discreción antigua, sus obras, su forma de trabajar, sus técnicas.
Mercado-de-telas-en-Dakar
Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye
Preste atención el viajero a la música, desde las salmodias del almuédano, diferentes a otros países musulmanes, a los ciegos que van canturreando, y a la música moderna, que es viva y muy apreciada en el mundo. La música está en las costumbres y, no en vano, Sédar Senghor compuso muchos de sus poemas para ser cantados, acompañados de la kora, la flauta, el khalam y del balafong, recordándonos que la poesía fue canto en su origen.
Las instituciones francesas son muy visibles y refuerzan la llamada francofonía de la que Senegal es uno de sus máximos exponentes. Francofonía que, dicho sea de paso, es el secreto mejor guardado pues en Senegal se habla un francés elemental y la lengua del pueblo es el wolof, como mucho el frolof (francés wolof), lo que a veces no facilita una comunicación muy profunda más allá de los letreros, los precios y otras indicaciones elementales. El hecho de que el gran poeta y humanista Léopold Sédar Senghor, miembro de la Académie Française, fuera el primer presidente del país y estuviese casi dos décadas en el poder, contribuyó poderosamente a la implantación del francés.
Baobab-isla-Gorée
Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye
Al atardecer se puede recalar en la rue Carnot, donde está el Institut Français, una manzana entera con un exuberante y florido jardín, presidido por un inmenso y majestuoso fromager o kapokier (ceiba pentandra), salas de exposiciones, biblioteca y un restaurante y bar muy agradables, lugar de encuentro de expatriados, cooperantes e intelectuales senegaleses de gafas, boina y pipa. Las dos librerías Quatre Vents, especialmente la del barrio Mermoz, están muy bien surtidas de libros franceses.
Lo que no se ve, donde el viajero difícilmente se adentrará, es en las inmensas y atestadas medinas que sobre el plano se denominan el Grand Dakar o el Grand Yoff, vastos mercados, barrios de chabolas y descampados, edificios y almacenes, solares llenos de coches abandonados. Por el país proliferan todos esos peugeots y renaults ya muertos o moribundos que se revenden desde Francia. Se repintan y reparan un poco y vuelven a otra vida, representando la inmensa mayoría del tráfico traqueteante, renqueante y humeante del país. Y también están los numerosos taxis, pintados como los de Barcelona, algunos de marcas irreconocibles a base de añadidos, la mayoría con los parabrisas astillados o partidos de los guijarros que caen de las cajas de los camiones. Hay que regatear el precio antes de montarse pues no llevan contador.
¿De qué vive el país? La pobreza es grande, pero menor que en otros países africanos. Hay un pacífico y ordenado tumulto: artesanos, vendedores, porteadores, mujeres, dignas, cimbreantes, altas y bellas, pasan con sus vestidos de telas estampadas. Pero también vemos las fugaces estampas de la miseria, un leproso que pide humilde pegado al viejo tronco de un árbol, un hombre sin brazos ni piernas se mueve rodando en un grasiento anorak, inválidos, niños con polio. Y esos niños descalzos, en harapos, que piden en grupo; son los talibes, entregados por sus padres a cualquier marabú en una especie de internado para que les enseñe el Corán; pero éste los dedica a pedir, para beneficio del maestro, que también abusa de ellos, a veces en todos los sentidos. Mejor darles algo para comer que monedas, que irían a parar al bolsillo del espabilado marabú. Si la pobreza es una virtud, los africanos irán –casi– todos al cielo.
Ovejas-calles-Dakar
Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye
Tras el viernes, día santo musulmán, llegan el sábado por la tarde y el domingo, en que todo cierra. El tedio desciende sobre la ciudad. En las iglesias y en la Catedral, oficios, bautizos, alguna boda –todos impecables, de traje, hasta los niños pequeños, el coro cantando al ritmo de pequeños tambores–. Por las calles donde todavía hay reliquias de la colonia, jardines de viejas casas con tapias desbordantes de flores, árboles antiguos y casi secos. Silencio. Algunas cabras y ovejas sueltas vagan entre tapias y almacenes cerrados o se cobijan bajo algún sufrido e inmenso baobab (adansonia digitata).
Al final, sí, se puede languidecer en Dakar, agradable aunque algo sosa, pero se le toma cariño. Las personas son amables -no olvidemos que la gran virtud nacional, sin ninguna duda es elteranga, la hospitalidad- y, al partir, nos queda una cierta nostalgia de esa ciudad, un sentimiento de simpatía, y ya casi queremos volver. Nos da la sensación de que nos hemos perdido algo, de que nos quedan muchas cosas por ver y entender.

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